Yiya Murano: la asesina que la muerte silenció

Epicuro (341 – 270 a.c) fue un filósofo griego catalogado como hedonista porque consideraba que en la vida hay que buscar el placer para evitar el dolor, sin embargo en esa búsqueda hay jerarquía de placeres y conductas nocivas que hay que evitar. Entre ellas están las llamadas “no naturales e innecesarias” ya que solo conducen a comportamientos viciosos y no producen más que un placer efímero y vacío. La búsqueda de fama estaba en ese catálogo y vaya si acá encontraremos un ejemplo de alguien que dedicó parte importante de su vida en lograr una notoriedad pública que, en complicidad con el morbo social y el amarillismo de los medios argentinos, consiguió, aunque eso le costará la vida a tres personas.

Yiya Murano fue conocida a finales de los ´70 como la “envenenadora de Montserrat” ya que fue en ese barrio porteño donde se juntaba a tomar el té con masas que ella misma preparaba para su prima y dos amigas, con las cuales tenía un negocio que solo la favorecía a ella y en donde la estafa que producía al quitarles el dinero a estas allegadas, la conducía a poner cianuro en la merienda. Gamba, Venturini (su prima) y Formisano son los apellidos de las víctimas que casualmente antes de morir fueron visitadas por la adorable Yiya.

Pensemos algunas coincidencias al menos llamativas y llenas de olor a muerte alrededor de esta señora: ella nació en Corrientes en 1930, el mismo año en que se daría el golpe de Uriburu al gobierno de Yrigoyen, y que tendría a su padre, Camilo Aponte (el apellido Murano, Yiya lo toma de su primero de al menos 4 maridos, el abogado Antonio Murano) como Teniente Coronel represor de los críticos de Uriburu. Parece que la violencia y la muerte siempre la rodearon. Sus asesinatos, los cuales nunca confesó pero se cansó de mencionar en los medios como “chistes”, se cometieron entre Febrero y Marzo de 1979, vaya año para hablar de desapariciones de personas, terror y violencia ¿no?.

En 1979 fue condenada a 3 años, sus abogados lograron absolverla y en 1985 (paradójicamente el mismo año que se celebra el juicio a los represores de la última dictadura) deciden revisar el caso y le dan perpetua. Sigan la línea de coincidencias: en el año 1995 recibe la reducción de pena y es liberada con el famoso 2×1, medidas desarrolladas ¿adivinen por quién? Si, nuestro “estimadísimo” Carlos Menem, el mismo que indultó a los militares enjuiciados en ese 1985.

A partir de ese momento, Yiya se convirtió en una macabra celebridad que no tenía problemas en aparecer en todos los programas que tuvieran el mal gusto de invitarla. Neustadt, Lía Salgado y por supuesto, la señora de los almuerzos televisivos coincidieron en que era de “suma importancia” darle un papel protagónico a una persona que no solo asesinó, sino que además llevó una vida llena de conductas enfermizas: llevaba a su hijo a diferentes lugares donde coqueteaba con hombres frente a sus ojos, en entrevistas dijo tener amantes incluso en el geriátrico donde acabo sus días sin siquiera acordarse de su nombre en 2014.

En ese  geriátrico solía hacer otras maldades. Les decía a sus compañeras que no iba a verlas nadie porque eran viejas y no tenían fama. Después de negar los asesinatos siempre decía: querido tenés que entender una cosa: los asesinos nunca dicen la verdad.

La fascinación morbosa que despierta esta gente en la sociedad es asombrosa: medios gráficos, televisivos, un tour turístico que involucraba un paseo por su casa quizás me lleva a pensar en al menos dos cosas: la anormalidad de estas mentes enfermas apasionan a los “sanos y normales” que los estudian incesantemente en pos de posicionarse en un lugar de privilegio que su gran ética y razón le han dado. Como decía Foucault, la anormalidad es la condición necesaria de la normalidad, solo por el anormal existe un “normal” que se distancia del enfermo, al menos exteriormente. Esto resulta interesante porque nadie va a negar las distorsiones que pueden haber en una mente como la de Murano, pero a su vez también funciona como chivo expiatorio de todos los “asombrados” que a su vez le pedían autógrafos. La segunda conclusión es que Epicuro tenía razón: que viciosa es la conducta de quien busca la fama a cualquier costo.

Hoy su tumba está en Chacarita con el nombre de Mercedes Bolla, un nombre que nadie reconoce ni visita. La muerte que practicó con otros, la ha silenciado.