Historias de cuarentena: “Las cosas simples”

Natalia López jamás olvidará la noche en la que el frío le dio una cachetada a sus sueños, y al abrir los ojos todo se transformó en una ruidosa pesadilla helada. Las potentes ráfagas de viento, como sopladas con odio desde las entrañas de un demonio polar, amenazaban con destrozar la casa naranja en la que vivía junto a su familia, en la base antártica Esperanza.

Tenía 11 años, y el miedo repentino grabó en la memoria la escena de su habitación: la alzada del escritorio tirada en el piso, las fichas del TEG por todas partes, y el grito entrecortado dibujado por el vapor como un fantasma, saliendo de su pequeña boca.

Juntaron todas las frazadas y acolchados de las camas, se reunieron en el cuarto matrimonial, y mientras la madre abrazaba y cubría a sus tres hijos que no paraban de llorar aterrados, el padre revisaba el sistema de calefacción que se había apagado durante la madrugada. El capitán del ejército, que había experimentado el azote del viento blanco antártico dos años antes en otra base militar, supuso que una ráfaga había consumido la llama. La suposición le dio lugar a una certeza: hasta que el temporal no amainara, no habría forma de encenderla.

Las primeras luces de ese día otoñal de 1996 encontró a la familia abrazada. Poco habían dormido por los pinchazos del frío, y el único que no lloraba era el hombre de la casa que los consolaba. A través de las ventanas solo se veía el blanco de la nieve, cubriendo el único paisaje que los acompañó todo el año que duró la campaña antártica.  

Cuenta Natalia, que digitalizando cassettes de VHS durante los días de cuarentena por la pandemia del coronavirus, pudo ponerle otra vez imagen a esa noche. Su papá grabando con la cámara relata el momento, recorre las habitaciones, dice la temperatura como un locutor, los enfoca y les pide que saluden.

Aparecen los hermanitos dentro de las camas antes de buscar refugio en la cama grande de los padres, en la cama en la que los sueños feos desaparecen, en la que los miedos se hacen más chicos, en la que siempre la almohada es más cómoda y el olor de las sábanas te hace pensar que todo va a estar bien. Así lo sintió Naty.

Lamenta que no haya quedado registro del desayuno que preparó su mamá. Un chocolate caliente, el mas rico que tomó en su vida, mientras estaba cubierta con una campera y una frazada encima, sentada en el sillón.

Ésta es la anécdota de una niña de once años, hoy madre y esposa de Matías, que recuerda aquellos largos días en los que estuvo aislada por un temporal, dentro de una pequeña comunidad de familias militares y de ciencia aisladas durante un año, dentro de un frío continente, aislado de un mundo de comodidades.

Cuando le consulté a Natalia si encontraba similitudes con el aislamiento de 2020, dijo que al final, y a pesar de todo, siempre terminamos recordando las cosas más simples. Aunque sospecha la respuesta, por estos días se pregunta: ¿Serán los mates mañaneros en la terraza con los chicos y Mati